Eran otros tiempos.  U otras radios. No sé. La jornada comenzaba con las Mañanitas al Rey David, esa ranchera que inmortalizara Pedro Infante. Enseguida venía un eterno rosario en la voz gangosa de un sacerdote al que le hacían coros unas monjitas que al igual que yo parecía que no acababan de despertar. Luego iniciaba una larga tanda de música de carrilera que intercalaba con noticias y muchos saludos y avisos a gente que escuchaba en los pueblos, en la voz de José Nicholls Vallejo.  Las mañanas –aunque nunca he gustado de esa música- se hacían menos tediosas gracias a los consejos y las notas de ese señor en cuya voz, se sentía tan culto y recorrido. O yo no sé si es porque los de mi entorno familiar se veían contentos escuchándolo que yo también me alegraba. Pero en serio, ese señor siempre tenía algo interesante por decir.

Al mediodía el turno era para el humor y un señor que no sé por qué tenía mi nombre – y no al contrario- y a quien llamaban Montecristo, hacía las delicias de mis tíos y abuelos con sus chistes ligeros, con sus anécdotas tan cercanas. Puedo jurar que ese señor que evocaba en su apodo al Crucificado,  despertaba más devoción que la cantinela  radial del “Padre Serna” que llamaba a guardar las tradiciones y a siempre encomendarse a Dios.  Pero también, él tenía garantizada la audiencia de la abuela.

Luego, venía un lapso para los deportes. Hablaba un señor con apellido extraño: “MarioDeportes”, y desde esos años, escuchando sus análisis, comenzaba a sentir cierta fascinación por un equipo de futbol que mencionaban y que  llevaba el nombre de la ciudad donde tanto me amañaba. Sobraría decir  que llevaba el nombre de la capital de mi departamento.

Luego una señora de quien memoricé su nombre porque se llamaba igual que la langaruta perrita de la casa: Leticia Palacios, daba “Solución  a su problema”. Desde regiones lejanas y casi siempre mujeres, le mandaban cartas, y en ese espacio dramatizaban la historia –niñas embarazadas y dejadas al azar, esposas víctimas de infidelidades, entre otros problemas-. Yo aún no era experto en asuntos de amores y desamores, pero me divertía escuchando esas historias tan bien narradas y para quien había una reprimenda sabia o una recomendación sincera. Mis tías que recién comenzaban a tener sus amores disfrutaban tanto este espacio, como mis tíos a Montecristo, mi abuelo a su José Nichols, y mi abuela su rosario de alba.

Luego, mientras en la casa la abuela picaba las coles para la comida, era casi un ritual “Pasar la tarde con Caracol”. Era mejor no hablar mucho para no ir a interrumpir a Baltazar Botero y a José Dolores García, quienes hablaban de música,  de recetas de cocina, entrevistaban invitados. La abuela se alegraba y aprendía tanto, decía, escuchando a esos señores.

Otra que aprendió bastante fue mi madre. Aún la recuerdo muchas mañanas despertándose tan temprano para escuchar Radio Sutatenza donde realizaba unos estudios guiados desde esa emisora. A mi madre le llevaron por muchos años el bachillerato hasta la casa.

Cada quien tenía pues sus gustos o motivaciones y en ese aparato se resolvían tantos. El día iba pasando con los acordes y las pausas de ese aparato que mi abuelo siempre tenía encendido en un estratégico puesto desde el que alcanzaba a oír desde la huerta y mi abuela no tenía que interrumpir sus labores en la cocina.

Al caer la tarde quien más se pegaba de ese aparato mágico lleno de voces y de sonidos, era yo. Comenzaban a transmitir las aventuras de Kaliman y yo no quería ni parpadear no fuera y le pasara algo a él o a mi querido Solín –valga decir que cuando crecí un poco y vi en televisión a la actriz que hacía la voz de ese niño, casi muero de la tristeza: no encontraba simetría entre esa voz de niño tímido y la anciana Erika Crum que le daba vida-. Esa revelación mató parte de mi niñez, seguramente.

El día iba muriendo cuando por ese transistor llegaban las historias policiales. La Ley contra el Hampa se llamaba y había que notar con cuánta atención lo escuchaba mi abuelo, intentando averiguar quién era el asesino, el criminal antes de que los detectives de la Policía lo supieran. Yo la verdad fue aficionándome y terminó gustándome más que la aventuras de Kaliman, -pasaban los años, seguramente-. Aunque la palabra “Hampa” para mí fortuna no hizo parte de mis primeros años.

En aquellos días o aquellos tiempos he pensado mucho en estas fechas, cuando se celebra el día Mundial de la Radio. Porque cuando se habla de radio sí hay que decirlo que todo tiempo pasado fue mejor. La de ahora –espero se me excuse la generalización- se agota en chistes flojos, en música ligera, en alimentar el morbo de los oyentes, en consejos brindados por gente bastante necesitada -ella sí- de consejos-, en más y más anuncios comerciales. (Casi parece un chiste cuando uno encuentra publicidad de los años treinta y cuarenta donde una cuña duraba cinco y hasta siete minutos).

La radio es el medio de comunicación que más ha ayudado a forjar nuestra identidad como país. En tal sentido, el  Gobierno Nacional debería hacer un gran esfuerzo por fortalecer la radio pública nacional, para que se convierta en una alternativa a esa radio efímera de ahora.  Sería el mejor reconocimiento para el medio más democrático que tenemos en Colombia. Y sería una justicia con el medio que más está atado a los grandes eventos de la vida de este país y que le ha alegrado la vida a tantos, entre quienes me incluyo, por supuesto.

Fuente: El Espectador, autor Guillermo Zuluaga

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