Enrique Santos Molano

Enrique Santos Molano

Muerte a periodistas

No son los periodistas los que corren el mayor riesgo al denunciar la corrupción. Es Colombia la que está sufriendo las consecuencias de la acción de los corruptos.

Mariscal Antonio José de Sucre, asesinado el 4 de junio de 1830, ciento ochenta y cuatro años de impunidad; Julio Arboleda, poeta y periodista, asesinado el 13 de noviembre de 1862, ciento cincuenta y dos años de impunidad; José Asunción Silva, poeta, novelista y periodista, asesinado el 24 de mayo de 1896, ciento dieciocho años de impunidad; Rafael Uribe Uribe, político, escritor y periodista, asesinado el 15 de octubre de 1914, cien años de impunidad; Jorge Eliécer Gaitán, político, pensador y periodista, asesinado el 9 de abril de 1948, sesenta y seis años de impunidad; Gloria Lara de Echeverry, socióloga y periodista, asesinada el 28 de noviembre de 1982, treinta y dos años de impunidad; Guillermo Cano, periodista, asesinado el 17 de diciembre de 1986, veintiocho años de impunidad, Luis Carlos Galán, político y periodista, asesinado el 18 de agosto de 1989, veinticinco años de impunidad; Silvia Duzan, periodista, asesinada (junto con los líderes agrarios Josué Vargas Mateus, Saúl Castañeda y Miguel Ángel Barajas Collazos) el 26 de febrero de 1990, veinticuatro años de impunidad; Álvaro Gómez Hurtado, periodista y político, asesinado el 2 de noviembre de 1995, diecinueve años de impunidad; Jaime Garzón, periodista, asesinado el 13 de agosto de 1999, quince años de impunidad; Orlando Sierra, periodista, asesinado el 30 de enero de 2002, doce años de impunidad; Luis Carlos Cervantes, periodista, asesinado el 12 de agosto de 2014, cuatro días de impunidad.

«Colombia es la tierra clásica de la impunidad». Eduardo Santos, 1916.

Me limito a mencionar los casos que han tenido más atención mediática, aunque entre 1982 y hoy han caído asesinados, en las distintas regiones colombianas, cerca de doscientos periodistas (y sus muertes están en la impunidad), muchos más han debido exiliarse o abandonar sus lugares de trabajo, y no sé cuántos, no pocos, han optado por guardar un prudente silencio, dado que las garantías constitucionales de la Carta del 91 a la libertad de expresión, y la obligación de las autoridades de proteger los derechos ciudadanos a la vida, la honra y los bienes, lo único que garantizan, hoy por hoy, es la impunidad de los asesinos y de los corruptos.

Casi todos los casos de periodistas asesinados que enumero al comenzar esta columna guardan un común denominador. En el momento del crimen estaban investigando casos de corrupción, habían denunciado casos de corrupción, o se hallaban empeñados en una lucha sin cuartel contra la corrupción. Todos habían recibido atentas y cordiales amenazas de muerte.

Me importa una higa si se molestan los demócratas de pacotilla, pero diré que la génesis de la actual corrupción en Colombia está en el día que se aprobó la elección popular de alcaldes y gobernadores, sin que se le pusieran a esa figura otros requisitos que los de ser ciudadano colombiano, mayor de edad para elegir, y mayor de veinticinco años para aspirar a ser elegido a los citados cargos públicos. Las alcaldías municipales, así como las de las capitales, son la mayor fuente de corrupción, no la única, pero sí la que más apesta. Porque la elección popular de alcaldes y gobernadores tiene de todo, menos de democrática. Los alcaldes son elegidos por cuenta de los caciques locales, en agradable connivencia con mafiosos y plutócratas, y en consecuencia no gobiernan para el pueblo que vota por ellos, sino para el poder económico o delincuencial que los elige.

De ahí que los periodistas que tienen el valor o el atrevimiento de denunciar los casos de corrupción en los municipios, las regiones o los departamentos, cuando no se dejan comprar son amenazados, perseguidos, exiliados, judicializados o asesinados.

Así ha ocurrido en el caso de Luis Carlos Cervantes, a quien ultimaron los sicarios el martes pasado. Hacía cuatro años que lo venían amenazando, le hicieron atentados, lo obligaron a abandonar su lugar de residencia y su trabajo, y a trabajar clandestinamente. La supuesta Unidad Nacional de Protección (UNP) le había asignado a nuestro colega Cervantes un «esquema de protección» para amparar su vida. Hace quince días, la UNP, por considerar que ya no lo necesitaba, resolvió retirarle el «esquema de protección» al periodista amenazado. Hace cuatro días las amenazas de muerte se cumplieron. Cervantes, inerme, fue asesinado en Tarazá a donde se arriesgó a volver acuciado por la necesidad de ver a su hijo y a su familia. La gobernación de Antioquia ha ofrecido una tímida e hipócrita recompensa de veinte millones a quienes «aporten datos que permitan dar con el paradero de los asesinos del periodista Luis Carlos Cervantes». Como si eso fuera un misterio.

No se necesita ser Hercule Poirot, Sherlock Holmes ni la señorita Prhyne Fisher para saber de dónde provenían las amenazas y las órdenes de matar a Luis Carlos Cervantes. Cervantes vivía frente a una estación de Policía, que debería ser para él un vecino tranquilizador. En la mismas narices de los agentes de la estación, le hicieron atentados y le lanzaron bala y bombas a su casa, sin que los policías se mosquearan. Por pedir información en la estación de Policía de Tarazá sobre la captura de un sargento con armamento de o para las bandas criminales, el periodista Cervantes fue calificado de «sapo» por uno de los agentes. No se sabe si el agente fue destituido por maltratar a un periodista, o ascendido a general por el mismo motivo. Cervantes había recibido «varias llamadas en las que le advertían que no informara nada de la Alcaldía de Tarazá, especialmente sobre extorsiones que la Administración Municipal y el Hospital entregaban a los Urabeños». (EL TIEMPO, 14 de agosto, 2014, p. 5 Debes saber). Los veinte millones que ofrece la Gobernación de Antioquia sobran. Con un poco de buena voluntad de la Fiscalía y de las autoridades de Policía, los sospechosos del asesinato de Luis Carlos Cervantes podrían ser capturados hoy mismo. O nunca, de acuerdo con nuestra impunidad tradicional.

El periodismo en Colombia está considerado como una profesión de altísimo riesgo. Sin embargo, no son los periodistas los que corren el mayor riesgo al denunciar la corrupción. Es Colombia la que está sufriendo las consecuencias de la acción incontrolada y audaz de los corruptos.

Edgar Morin, citado por José Fernanda Isaza en su columna, dice que «no hay que dejarse imponer la dictadura de las mayorías». Respeto mucho a ese gran pensador francés, pero su pensamiento al respecto me parece que distorsiona las cosas, antes que aclararlas. La única dictadura que padecemos, digamos en Colombia, es la «Dictadura de las minorías». ¿De qué minorías? O mejor, ¿de que minoría? De la minoría de los privilegiados, que son al mismo tiempo los que manejan los mecanismo del Estado y se lucran y benefician con la corrupción. Esos corruptos (narcotraficantes, funcionarios venales, contratistas, etc.), que mandan asesinar a los periodistas que denuncian sus prácticas, o a cualquiera que las estorbe, son una minoría que ejerce dictadura atroz sobre la mayoría de los colombianos. Y esa mayoría debe tomar conciencia de que luchar contra la dictadura de la minoría de los corruptos, y erradicarla para siempre es el gran imperativo de nuestro tiempo.

De otro modo, los periodistas que han ofrendado sus vidas por denunciar la corrupción, habrán muerto en vano. Y morirán en vano los que hoy están bajo riesgo.​

Fuente: Enrique Santos Molano

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