En las familias de El Santuario, Marinilla y Granada nacían 18 hijos y más y todos se criaban con las migajas que sus padres les sacaban a sus “finquitas”, de una o dos cuadras, en las peores tierras de Antioquia, por efectos de acidez y aridez.
Hoy ese acto innovador, de lograr lo máximo con lo mínimo, hace de los comerciantes santuarianos, marinillos y granadinos el grupo más próspero del comercio popular en el país, como lo prueban las cifras y propiedades que manejan, y lo más sorprendente: se hicieron de la nada.
Las primeras generaciones de negociantes, años 40 y 50, salieron de sus minifundios acosadas por el hambre para rebuscarse el pan en las fincas cafeteras del suroeste de Antioquia, Caldas, Risaralda y Quindío.
Les siguieron otros parientes, en los 60 y 70, que se lanzaron a la calle como vendedores de baratijas en capitales y pueblos, luego desde los 80 aparecieron otros, que le dieron la vuelta al mundo para negociar en centros globales de producción de mercancías.
Salían, “aún orinándose en la cama”, con lo que tenían puesto, que era toda su riqueza; la bendición de sus padres y el consejo “manéjese bien mijo”, dice Luis Carlos Salazar, santuariano, quien a comienzos de los 60, a la edad de 12 años, dejó su familia atrás para “irse pa’ arriba”, en busca de un futuro mejor.
Comerciantes de la fe
Al Medellín de los 60 y los 70 lo exploraron ofreciendo legumbres, granos, espejitos, platos de losa del Carmen de Viboral, que estrellaban contra el piso y no se quebraban porque los sabían tirar; cuadritos del Corazón de Jesús, la Virgen María, la Última Cena y las Llamas del infierno en el Pedrero, del antiguo Guayaquil; Envigado y Sabaneta, mercados que recorrió Luis Carlos como vendedor de ilusiones y cuadros protectores y premonitorios.
Un año después probó suerte en Florencia, donde se habían instalado otros santuarianos y marinillos que lo acogieron. De allí emprendió su propia aventura, ya solo, para recorrer las plazas de Bogotá, Puerto Asís, Neiva, Buenaventura y Ecuador, de donde fue expulsado cuando comenzaba a hacer fortuna.
Si logró consolidar algo fue después de décadas de trabajo, dando vida a sus sueños, de sol a sol y más allá del sol.
Símbolo de estos pioneros del comercio popular está Iván Botero Gómez, quien en su adolescencia llegó al Quindío, en los 60, donde creó una incipiente empresa de muebles. Al ver que las cosas iban bien se llevó a los 14 hermanos que dejó en el pueblo y a todos los puso a trabajar.
Botero fortaleció una ruta de prosperidad que hoy lo tiene al frente de 14 empresas, algunas con sucursales en el exterior. En estas genera 2.000 empleos directos y 6.000 indirectos.
“Botero, Carlos Gómez, Eleazar Giraldo, Jaime Zuluaga, quien maneja 15.000 vendedores en el país, en su empresa Línea Directa, y otros empresarios que están en la cúspide de los negocios, alcanzaron sus fortunas como recompensa a décadas de trabajo, pero hoy es fácil encontrarse comerciantes, algunos con menos de 30 años, amasando fortunas incontables.
A algunos de los últimos se les reconoce por sus excentricidades, sus caballos de paso fino, sus carros de alta gama y sus vivas a Dios, el Corazón de Jesús y Nacional en el éxtasis de sus parrandas de aguardiente, cuando regresan a celebrar al pueblo en las Fiestas del Retorno”, comenta Rodrigo Vargas o “mono Vargas”, quien ha escrito varios libros sobre su pueblo.
Un camino no santo
Los comerciantes santuarianos se atribuyen el arte de hacer plata en los negocios gracias a su descendencia judía y ser bendecidos, de manera directa, por el Sagrado Corazón de Jesús.
El mono Vargas, a quien también se le conoce como el “embajador de El Santuario en Alemania”, donde pasó tres años en prisión por un yerro de juventud, si bien defiende el origen judío de su pueblo, pone en duda que sean tan creyentes y que por ello reciban favores del cielo al momento de hacer sus negocios.
Más bien se la juega por la tesis de que la mayor parte de su grandeza como comerciantes no está sustentada en su espíritu cristiano, sino en un pasado de contrabandistas, actividad en la que han sido protagonistas desde la época de la Colonia, moviendo toda suerte de mercancías como arrieros y cargadores de lo que llegaba a tierras ingobernables.
De hecho, en las décadas del 20 y el 30 de El Santuario surgieron algunos de los capos del contrabando de tabaco, sal y licores. Testimonio de ello fue la “batalla del aguardiente”, librada en la plaza principal del pueblo, el Sábado Santo de 1929, la cual dejó regada sobre el empedrado la sangre de 10 santuarianos contrabandistas y la del comandante de Rentas.
Entre esos muertos aparecen los hermanos José Delio, Luis Enrique y Eugenio Antonio Ramírez, todos tíos del “mono Vargas”, cuyo taller de carpintería en El Santuario, que funciona más como sitio de tertulias que como restaurador de muebles, tiene como uno de sus lujos una fotografía de los tres difuntos, más uno de sus amigos de andanzas, todos luciendo cachaco, corbata y sombrero a la moda, al mejor estilo del mafioso americano Al Capone, en sus tiempos de fechorías en New York y otras urbes americanas.
La capital
En peores condiciones a las que se movían en El Pedrero, con sus miserias en una cajita de cartón, toda una generación de santuarianos, entre los 12 y los 20 años, se embarcó con el sueño de hacer plata en la capital del país por la autopista Medellín – Bogotá, que cruzó el pueblo en los 80. Casi todos viajaron como piratas en camiones, acomodados sobre cajones y cajas de tomate o bultos de papa, para luego regresar a su pueblo en carros último modelo y bañados en oro y otros lujos.
“Llegaban solos, no les importaba si a arrastrar una carreta o tener que juntarse 20 muchachos en una pieza para ahorrar y acompañarse, pues la solidaridad entre santuarianos siempre ha sido alta”, comenta Juan Pablo Giraldo, quien hoy hace parte de una próspera empresa en El Hueco.
La suerte les sonrió a los santuarianos Javier Botero, Obdulio Zuluaga y Víctor Vargas, quienes fundaron el primer sanandresito por los lados de la plaza San José. En el comercio la ventaja la lleva quien rompa con toda fuente de intermediación. Por ello, una vez reunían algún capital importante se iban a mercar a San Andrés, Maicao y el puerto libre de Colón, en Panamá.
En estos mercados entendieron que los mismos solo funcionaban como tránsito de mercancías y decidieron ir más allá, al lugar donde nacían las mercancías, dice Lina Vargas, santuariana, con pregrados en Ciencias Políticas y Comunicación Social y estudiosa de este trasegar. Así comenzaron sus excursiones como compradores a Nueva York y luego a Taiwan, Corea y China. Hoy exploran el mercado de la India.
Colonia en China
En 1976, el señor Luis Gómez se convirtió en el primer ‘Marco Polo’ santuariano que le dio la vuelta al mundo para mercar en China, un país remoto del que nada se sabía en el pueblo y del que se sigue sin saber nada más allá de que es un gran centro de producción de mercancías.
“Luis Gómez ni siquiera sabía cómo se saludaba en chino y para su viaje se dotó de la única herramienta que consideraba realmente útil para lo que él iba a hacer: una calculadora, con las tres operaciones básicas, suma, resta y multiplicación”, dice el mono.
En el pueblo se afirma que se hizo acompañar de un traductor que le escribía en la calculadora el precio del producto que le gustaba, cifra que le servía para, casi de manera instintiva, regatearlo por caro.
Detrás de don Luis partieron otros orientales antioqueños y luego tantos otros que los chinos comenzaron a buscar en los mapas o a preguntarles dónde quedaba la “república de El Santuario”, dice don Luis Carlos.
Todo se aclaró el día que el primer chino, como socio de un santuariano, visitó el pueblo y comprendió que tal mercado no era para la “república de El Santuario”, que este se extendía por toda Colombia e incluso a otras naciones como Venezuela, Perú y Ecuador.
Antes, cuando una persona decidía dejar su pueblo para buscar fortuna en Bogotá, se reunía toda su familia, rezaban el rosario e iban a misa para que la suerte los acompañara y el Sagrado Corazón de Jesús no les fuera a fallar. En la actualidad son tantos los que viajan o han viajado a China, que cuando parten para este país ni siquiera le hablan a nadie del “viajecito”.
Hoy cuentan con colonias en urbes chinas, como las tienen en Bogotá, que supera a su colonia en Medellín, y, al menos, en otras 15 capitales colombianas, donde dominan el comercio popular.
En el gigante asiático son protagonistas como compradores en la ciudad de Guangzhow, de 12,5 millones de habitantes, uno de los emporios industriales y comerciales del país, con más de 7.000 hoteles y fundada 300 años antes de Cristo.
También en Yiwu, megaciudad que cuenta con el mercado de mercancías más grande del mundo, y la capital del dragón, Beijing, con 21 millones de personas, donde la colonia tiene una sede, en el centro de la ciudad, con un cuadro del Corazón de Jesús en la sala principal.
“Dígase lo que se diga, de todas formas hay que quitarse el sombrero frente a personas que pese a que escasamente garabatean su nombre en español, terminan en China negociando en mandarín y gestionando toda suerte de documentos para sacar las mercancías de ese país y luego introducirlas a Colombia”, argumenta Juan Manuel Hoyos, comerciante en el pueblo.
Poder en Colombia
Así, los descendientes de quienes vendían legumbres en El Pedrero y fantasías en fiestas y plazas de pueblos, en este momento, solo contando su plata menuda, aparecen como líderes de un imperio comercial popular que los hace propietarios de la mayoría de los sanandresitos del país y más de la mitad de los negocios del populoso sector de San Victorino, en Bogotá, el cual se extiende por varias calles y avenidas.
En Medellín poseen más del 80 % de los negocios de El Hueco, con edificios incluidos; tienen numerosas empresas de maquila y son reconocidos como los más grandes comerciantes de la Central Mayorista; en Cali en sus empresas y centros comerciales generan más de 25.000 empleos directos e indirectos; su poder se extiende por el resto de capitales, ciudades intermedias y grandes pueblos donde manejan centros comerciales, tiendas, supermercados, centros de abastos de granos y víveres y en su pueblo parece que fueran más los negocios y las microempresas que las casas de habitación.
Hasta el gobierno de César Gaviria, que abrió las fronteras patrias al comercio y la industria mundial, “quienes compraban una paca de cigarrillos, baratijas al marinero que llegaba al puerto de Buenaventura, o llenaban contenedores con mercancías en cualquier lugar del país o el mundo lo hacían bajo el convencimiento de que esa mercancía pasaba porque pasaba, toda vez que eran pocos los que pagaban impuestos y eran maestros en comprar funcionarios o manejar rutas”, dice Luis Carlos.
La situación era tan compleja que quienes dominan esta historia desde el comercio organizado afirman que si la industria nacional sobrevivió en esos tiempos fue por la tenacidad propia de los industriales o porque alguna luz llegó de la bendición del Sagrado Corazón de Jesús en décadas de gobiernos ausentes e indiferentes frente a la invasión de mercancías chinas, coreanas, japonesas, taiwanesas o americanas.
En este momento no falta el que sigue jugándole al contrabando, con el argumento de que eso es “defensa propia porque el gobierno se quiere quedar con todo”, pero “la mayoría trabaja de manera legal.
Nuestros viejos eran comerciantes, nosotros somos empresarios, con carreras universitarias, muy organizados y apostándole a emprender nuevos proyectos, incluso por fuera del negocio de las mercancías”, argumenta Giraldo.
El Santuario chino
La historia tiene sus ciclos y si antes los orientales de Antioquia explotaron el comercio chino y se jactaron de su ingenio paisa o judío, ahora son los chinos los que hablan español y están monopolizando el mercado local y los están sacando a ellos de los grandes centros comerciales de Bogotá por las facilidades que les brinda el gobierno y el manejo de sus propias factorías, comenta Juan Carlos.
En Medellín son israelíes los que aparecen como propietarios de numerosas bodegas y productos de El Hueco.
Ahora las familias santuarianas y marinillas viven como chinos, arrumadas en pequeños cuartos para abrirles espacio a talleres de maquila que acomodan donde sea y en cientos de apartamentos diminutos que crecen por todos lados, gracias a que sus comerciantes decidieron meter parte de su plata en proyectos inmobiliarios, copiados al gigante asiático.
Pero por más centros comerciales que creen, por más almacenes de dos por dos metros, de $400 millones cada uno que posean y por más países y mercados que conquisten para hacer dinero el santuariano, en su esencia, sigue siendo el mismo: “Arracacho, con voz y dichos de montañero y a la espera de que lleguen las Fiestas del Retorno para volver a su pueblo a emborracharse con aguardiente en sus caballos de paso fino, en los que invierten grandes fortunas y a celebrar en nombre del Sagrado Corazón de Jesús y vivas a Nacional.
Su mundo en el comercio es tan abierto que si bien los primeros regresaron para morir en su pueblo, la segunda generación morirá en algún gran pueblo o ciudad colombiana y la última, la que está en curso, convencida como muchos de sus ancestros de que la plata es el fin y no un medio para vivir mejor, dejará sus huesos o cenizas en algún cementerio asiático, donde quien les lleve flores no sabrá siquiera cómo se pronuncian sus nombres.