La renuncia del locutor burletero e irrespetuoso que agredió por el micrófono a una niña que padece un defecto físico es lo mínimo que puede suceder para que les sirva de escarmiento a responsables y realizadores de la insoportable radiobasura que predomina en el espacio electromagnético.

Por supuesto que hay excepciones en medio de la corriente de mal gusto e irrespeto a las audiencias. Las emisoras culturales, en su mayor parte universitarias, forman la vanguardia de la buena radio. Les siguen las estaciones comerciales que no hacen concesiones y nos acompañan a los oyentes con audiciones informativas, musicales y recreativas. Se incluyen las de servicio comunitario, por su valiosa aportación al civismo y la convivencia.

De resto, la falta de calidad, la ordinariez, la procacidad, la vulgaridad desmadrada, el doble sentido, la propagación del ruido inarmónico y la antimúsica, el abuso de las necesidades de orientación para la salud y la vida familiar mandan la parada en lo que llamábamos dial.

Entre viejos verdes, cuentachistes descachados, oradores gritones disfrazados de asesores espirituales, brujos y curanderos que promocionan yerbas y bebedizos, se reparten las frecuencias del a.m. y el f.m. en cuanto pueblo y ciudad puedan engañar con sus maletines cargados de potes llenos de bálsamo de Fierabrás, órdenes de publicidad y cuentas por cobrarles a los anunciadores.

Soy radiómano y noctívago desde mucho antes de la invención del transistor. Mis hermanos y yo permanecíamos en vigilia casi hasta el amanecer escuchando programas locales y de onda corta. Incluso instalamos nuestra propia emisora, Radio Actividad, que alcanzaba hasta diez casas a la redonda (enormes, viejas y solariegas casas de San Benito, aclaro).

He trabajado en la radio miles y miles de horas, desde cuando me formé en la entrañable Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia, en la vieja y memorable Voz de Medellín y desde hace tiempos en la exquisitez estilística de Radio Bolivariana. La radio ha sido parte de mi vida, de mis fuentes de conocimiento y apreciación musical, de mi condición de ciudadano del mundo como diexista.

Pero siento una profunda decepción al emprender cada noche el recorrido estéril por las frecuencias. A veces me quedo un rato con el simpático Habitante de la Noche, aunque prefiero navegar por Tunein en internet y, ahí sí, comprobar la diferencia abismal entre la radio colombiana y la que se piensa, crea y lanza al aire en los países que nos aventajan en desarrollo cultural y respeto por los oyentes, por la dignidad humana.

¿El Estado es incapaz de ejercer el control legal para el que está autorizado? ¿Es inútil reclamarles a los titulares de las licencias que establezcan al menos una autorregulación ética y emprendan una campaña eficaz contra la radiobasura?.

Fuente: Elcolombiano.com

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