El municipio del oriente antioqueño es un ejemplo de lo que podría significar el posconflicto para los territorios más heridos por la guerra. Los campesinos que regresan se quedan, pues encuentran en el pueblo la posibilidad de reconstruir sus vidas.
En San Carlos (Antioquia) el despojo todavía salpica el paisaje. Quien recorra las trochas del municipio verá entre las casas recién pintadas de quienes decidieron regresar, esqueletos de hogares campesinos engullidos por la maleza. La guerra trajo consigo un éxodo monstruoso: desocupó por completo 30 de sus 74 veredas. Siete de cada diez sancarlitanos fueron desplazados. Desde 2005, a cuentagotas empezó el retorno. En 2012 se convirtió en el primer municipio del país en ser declarado libre de sospechas de minas. Ese mismo año comenzó la restitución, que ya deja 900 hectáreas de tierra devueltas a 577 víctimas. Poco a poco, San Carlos va dejando atrás la infamia.
Paola Cadavid, directora territorial de la Unidad de Restitución de Tierras (URT), explica que en el oriente antioqueño, donde se ubica este municipio, la guerra tuvo una dinámica distinta a otras regiones. “A diferencia de Urabá, aquí no hubo una intención de ninguno de los grupos de apoderarse de los predios. Aquí lo que buscaban ambos grupos era tener unos corredores de movilidad despejados para el ingreso y salida de tropas y armas”, señala Cadavid. En últimas, dice la funcionaria, la forma como se libró la guerra en San Carlos favoreció el retorno de quienes se desplazaron entre 1996 y 2005, aterrorizados por los enfrentamientos entre el Frente Noveno de las Farc, que se había apoderado de la región en los ochenta, y los paramilitares del Bloque Metro, que a mediados de los noventa entraron para disputar el poderío guerrillero.
Entre esos años, según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), 18.363 personas abandonaron su territorio. A las que se quedaron no les fue mucho mejor: en el municipio se ejecutaron 33 masacres, que dejaron 219 muertos; 76 personas se convirtieron en víctimas de las minas antipersonal –la cifra más alta del país– y 156 fueron desaparecidas. María de la Luz Carrión cuenta que su madre hoy tiene problemas psicológicos, pues antes de irse, cada vez que se asomaba por la ventana de su casa en la vereda de Vallejuelos, veía una volqueta conducida por paramilitares, con los cuerpos de los vecinos muertos. Dice María Carrión que la visión fúnebre se repetía todos los días.
Una vez se disolvió el Bloque Metro, fue en San Carlos donde primero apareció el Bloque Héroes de Granada, que operó en el territorio desde el 2000. Para ese año, la guerra ya era un monstruo enorme que todas las noches se escuchaba rugir sobre los techos de la cabecera municipal: “Cuando el Ejército empezaba a disparar desde los helicópteros a los paramilitares y los guerrilleros en el pueblo, yo cogía a mi muchacho, que en esa época tenía seis añitos, y nos metíamos debajo del mesón de la cocina”, cuenta María Carrión. La guerra era un animal sin control que, relata Albeiro Cardona, iba dejando cuerpos de conocidos y desconocidos regados por la trocha que conectaba su vereda, Palmizal, con el municipio de San Carlos, al cual llegó desplazado el 4 de mayo de 2002.
En 2005, cuando los Héroes de Granada se desmovilizaron, la región quedó desierta, pues las guerrillas de las Fracy del Eln ya habían sido arrasadas por una ofensiva paramilitar que además de enfrentarse con ellas, consolidó su poder a punta de masacres, asesinatos selectivos y desapariciones. En ese contexto, Olguer Duque, quien se había ido en el año 2000 para que las Farc no lo reclutara, regresó a la casa paterna que hoy ocupa con su esposa y sus dos hijas. Recorrió la misma trocha por la que había salido cinco años atrás rumbo a Cali. Encontró su casa marchita: sin puertas, sin el televisor ni las camas ni los objetos de valor que sus padres y su hermano dejaron en 2001, cuando huyeron con unas cuantas prendas de vestir camufladas en racimos de plátano.
Como otras familias, el regreso fue paulatino: primero limpió la maleza, luego lavó, puso puertas, hizo su casa habitable de nuevo. El regreso definitivo sucedió meses después, cuando convenció a su esposa, una caleña llamada Jormen Rodríguez, de abandonar la ciudad e irse al campo. En San Carlos, la llegada de los campesinos fue solitaria, pues en ese entonces todavía no había un aparato institucional que los acompañara. Fue con la ley 1448 de 2011, o Ley de Víctimas, cuando el retorno espontáneo se convirtió en una política estatal. En 2012, la Unidad de Restitución de Tierras llegó a Antioquia y su plan piloto fue este municipio. En 2014 comenzó a implementarse lo que para Ricardo Sabogal, director nacional de la URT, es la piedra angular de la restitución: los proyectos productivos.
“Los proyectos productivos son los incentivos fundamentales para el retorno y allí donde se implementan la economía cambia, vemos unas mejores condiciones de vida. Son, además, una forma de generar o reconstruir el arraigo a la tierra”, explica Sabogal. En el municipio se han invertido $2.200 millones en proyectos productivos que han beneficiado a 80 familias. Además de los $24 millones que como máximo pueden recibir, la URT les ayuda a los campesinos a decidir la mejor manera de aprovechar sus tierras. Olguer Duque, por ejemplo, decidió dedicarse al ganado lechero y a la tenencia de gallinas ponedoras. Vende sus productos entre sus vecinos y en la zona urbana. “Nuestra meta –dice Paola Cadavid, directora territorial de la Unidad– es poder contactar a los pequeños productores con las empresas para que sus productos tengan un mayor mercado”.
De esta manera, el cacao artesanal que producen Óscar Albeiro Cuervo y su esposa Blanca Nubia Murillo, en la parcela de poco más de hectárea a la que regresaron en 2003, y que desde 2014 explotan con los recursos de la Unidad de Restitución, podría venderse más allá de las fronteras veredales. Lo mismo sucedería con las más de tres mil truchas que Claribel Galeano y su esposo Pedro Lopez tienen en su finca “La Vega”. De hecho, la Unidad de Restitución de Tierras, dice Cadavid, está explorando la posibilidad de darle denominación de origen a los productos cultivados o producidos por los campesinos restituidos. “No es un trabajo fácil, pero sería un paso importante para lograr la capitalización de lo que vienen haciendo las personas beneficiadas por la restitución de tierras”.
En San Carlos, dicen en el quiosco de la plaza central, y en las tiendas que la rodean, hoy se respira una paz que hace años habían olvidado. “Las caras que uno mira en el pueblo son distintas. La gente se ríe”, cuenta María Carrión, profesora en varias veredas y en la cabecera del municipio. “Es mentira que el campesino solo quiera vivir de las ayudas del Gobierno. El campesino lo que quiere es trabajar”, comenta Olguer Duque, quien añade que “acceder a nuestros derechos es ver otra vez la tierra produciendo, es dejar de verse tan ‘llevaíto’, porque uno está haciendo lo que sabe hacer. Es volver a ver el fruto”. De la guerra solo quedan las heridas expuestas: a los lados de las trochas, y en los montes crecidos, esqueletos de hogares poblados únicamente por la maleza.
Fuente: El Espectador