En 2005 el equipo de gobierno de la Alcaldía de Alejandría se fue para la Costa. Hicieron jornadas de integración en Riohacha, Montería y Cartagena. En la ciudad amurallada contaron 1.200 alejandrinos, que habían huido de la violencia. Cuenta hoy la secretaria de Gobierno de Alejandría, Nubia Vallejo, quien en esa época era concejal.

Ahora, esas familias que se fueron por la incursión paramilitar y los enfrentamientos con la guerrilla, están regresando. En los últimos meses se cuentan más de 600 personas, y faltan, porque de Alejandría se fue, entre 1998 y 2004, casi el 60 por ciento de la población, 2.000 ciudadanos.

El regreso ha sido una avalancha tal que el alcalde, Uver Arvey Aguilar, declaró la alerta porque los recursos son pocos. Y se sabe que las cifras crecerán, porque camino a la vereda La Pava hay fincas abandonadas, con el techo caído, a las que se les entra el monte por los recodos, que esperan a sus dueños.

Por los resquicios de esas casas de colores desgastados, se ven camas podridas y ejércitos de insectos.

Un asesinato, el éxodo Vio las montañas atravesadas por esas carreteras que como serpientes las rodean. Cuando agachó la mirada vio el matorral, la espesura de la maleza y ese cedrillo en el que hoy está clavada una cruz azul cielo que la recuerda, que es un signo para no caer en las trampas del olvido.

¿Qué habrá pensado la profesora? ¿Se preguntó por sus hijas, por la pequeña Manuela con sus 17 meses, por sus pocos alumnos, por su esposo en la cafetería de la esquina del pueblo donde se sirve un café sabroso? ¿Habrá pensado en que no estaba pagando riesgos profesionales? ¿Habrá pensado en la chica de 12 años que estaba en su clase y que días atrás estuvo dos semanas metida en el monte con las Farc?

Qué habrás pensado, Flor, como aún te llama Jesús Restrepo, tu marido, casi diez años después. Qué te pronuncia todavía con una mueca de dolor que conmueve. A ese hombre se le quedó tu recuerdo como una enfermedad que no se quita, que no se va.

El 19 de agosto de 2003, a Flor Marina Vargas Valencia, de 32 años, profesora del Centro Educativo Rural la Pava —como se llamaba en ese momento, ahora tiene el nombre de la maestra—, la sacaron de clase. Dos hombres y una mujer que se identificaron como miembros de las Farc, le dijeron que la necesitaban para una reunión. A los niños los dejaron almorzando, le dieron la orden a la mujer del restaurante que los mandara para la casa porque la profesora se demoraba.

Sobre un filo está la escuela. Es un nido que ya se quisiera un avistador de aves o un francotirador. Desde ahí se ven cuatro de las 16 veredas de Alejandría, ese pueblo al que el terror se le pegó como un perro fiel desde el 21 de septiembre de 1999, cuando ocho hombres aparecieron en diferentes esquinas de las afueras en calzoncillos, masacrados.

A Flor la bajaron a empellones. La guerrillera con un arma corta la intimidó mientras caminaban cuesta abajo, los dos hombres la custodiaban con sus fusiles. Sobre el polvo pálido de ese camino de herradura la dejaron tirada. Muerta.

Raro, pero Daniel de Jesús Pamplona Guarín, cuando contó la historia de sus muertos, entre los que están hermanos y primos, mencionó primero a la profesora: «Ahí me mataron a la profesora —dijo, señalando la salida de su finca—, después a otros familiares».

El 16 de diciembre de 2001, Daniel no podía consolar el sueño siendo las 2 de la mañana. El miedo le quitó las ganas de dormir. En ese momento secó un café que tenía en pulpa, lo montó en dos mulas y se lo llevó a un compadre para que se lo comprara, porque él se iba, porque lo iban a matar.

—Yo me fui de acá por culpa de la violencia, de los grupos armados. Estaba trabajando muy bueno aquí, pero de buenas a buenas resulté amenazado de muerte. Los paracos me amenazaron en la quiebra, en el Cristo —en la vía que va de Alejandría a la vereda La Pava, el camino se bifurca para dar paso a Guatapé. Ahí hay un Jesús crucificado con cara de dolor—. Allá me amenazaron, iba para el pueblo en carro y nos bajaron, íbamos poquitos. Eso fue un domingo 8 de diciembre. Me pidieron la cédula y entonces vieron que era yo. Entonces le dijeron a un compañero que buscara la lista que porque a esta gonorrea había que pelarlo.

Lo cuenta riéndose. Dice que los paramilitares le dijeron que alzara las manos y que él les contestó que no, que se cansaba, que si lo iban a matar que no lo mataran cansado. También, le tiraron el machete a un matorral, y cuando no encontraron la lista y no lo mataron, se fue a buscarlo. Fue un milagro que le hizo la Virgen del Carmen, después de rezarle una oración que termina así: «Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, por los tres dulces nombres de Jesús, María y José, líbranos de tanto mal».

Daniel de Jesús Pamplona y su familia —su mujer y cuatro hijos— volvieron en octubre de Cartagena. Después de vivir hacinados. Después de montar un negocio de arepas, mazamorra y morcilla. Encontraron todo raído, acabado, el monte hambriento que se tragaba la finca y su recuerdo. Se devolvieron porque esas tres hectáreas son todo su pasado. Todo lo que tienen.

 

Fuente: www.elcolombiano.com

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